jueves, 3 de febrero de 2011

Primitiva.......... joya valiosa






ahí estaba sentada, más blanca que de costumbre, con algunas protuberancias sobre saliendo de la bata de dormir, también blanca, mirando su reflejo y su cabello largo negro, frente aquel espejo de fina y delicada madera tallada en curvas delicadamente dibujadas. Su rostro triste quería sonreír por las cosquillas que sentía por dentro, y saliendo de su mente, bruscamente tomo de nuevo las riendas, se acerco a la puerta y llamó a Lupe. Entró corriendo una pequeña niña, quizás tres años más pequeña que ella, piel morena, dorada por el sol acumulado de las labores diarias, de los viajes de su casa a la casa grande, vestida en aquellos harapos cortos que permiten ver que aquella chiquilla ya había crecido, igual que Jovita.

Las dos en aquel cuarto, Jovita sentada mientras Lupe peinaba ese cabello negro y largo de su patrona, mientras pensaba en las ganas que le daría que un día Jovita o cualquiera de sus otras hermanas, estuvieran ahí peinándole su corto cabello quemado por el sol. Mientras Jovita pensaba en que le hubiese gustado ser menos rebelde en sus años pasados, un poco más paciente, más callada para poder haber seguido los consejos de su padre, y haber estado sentada las cuatro horas en aquella banca del salón de clases,  obedientemente igual que sus hermanas, pero no, ahí estaba ella sentada, preguntándose si era posible lograr un cambio de cuerpos, y tomar la vida de Lupe. Pensando cómo evadir la noticia que derramaría en la próxima cena familiar, en donde su padre lloraría porque así es él, más romántico y débil, a causa de sus libros; y su madre, más dura y enérgica, de corazón de acero y olor a monte, pero no había nada que hacer, hubiese deseado no estar embarazada, pero ya estaba hecho, hubiese querido haberle dicho a sus padres que el susodicho, era un hombre de tierras y ganado, pero era sólo un mozo más de su padre.


Su padre no era un hombre malo, era un maestro rural con suerte y apellido, que le debía su posición a la herencia de sus padres, terratenientes. Don Margarito era un hombre simpático, noble, de esos que leían mucho, era dueño de una zona amplia dedicada a la siembra de maíz y al ganado. Era un hombre cordial con su gente, sabía darles un trato humano y justo, la gente del campo siempre le pedía trabajo a él, en época de cosecha, era el que más pagaba y nadie se quejaba de malos tratos. Un buen día, el más feliz de su vida, según sus palabras, se casó con Doña Lorenza, la patrona de lenguaje folclórico, blanca, pecosa, de cabello largo pelirrojo, que se la pasaba el día mentando madres por la casa y por el campo en su caballo, y no era por ofender, sino porque así aprendió a hablar, antes de cantar, que eso si lo hacía con tanta gracia, una de las pocas que tenía.



Se conocieron jóvenes, una tarde en la que una brisa ligera corría por la tierra, bajo el olor a tierra mojada, ahí corrió Lorenza, partió a todo galope con el Colorado, caballo fiel, que había llorado y sufrido el palpitar de su patrona en cada trote, mientras ella esperaba que el viento y la velocidad se llevarán las lágrimas de ese doctor del pueblo, que un día llego y la enamoro y ahora sin más se va, sin importarle lo que deja o si se lo lleva, corrió tan fuerte como el Colorado le daba pie, hasta que llegaron al aguaje, tras varias cabezas de ganado pudo ver al final a un hombre revisando aquel cerro desgajado. 

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